viernes, 16 de marzo de 2012

Los valores de la Juani

Conozco un profesor -y no ironizo- que encierra en sí mismo a un Premio Nobel de la Paz. Es el mayor defensor de la interculturalidad que he conocido y que conoceré en mi vida. Uno de los pocos maestros capaces de sentar cátedra y entusiasmar al personal con la sola idea de aprender. Es de esas personas que no se meten a político porque valen demasiado para serlo.

No sé si él lo percibe, pero al final de cada clase hay un silencioso aplauso sin manos que rellena cada uno de los rincones del aula en que nos deleita con una fina ironía adaptada a la juventud que le observa. Sabe que no trata con tontos. Y debe de ser de los pocos que lo sabe, por eso conecta con los oyentes.
Su discurso no es nuevo, pero sí está bien fundamentado, de un modo que no soy capaz de explicar porque me falta el background que a él le sobra, más por avidez de conocimiento que por viejo. Es de los que defiende que el racismo es el miedo a lo diferente. Un enfervorecido admirador de la fumadora Hanna Arendt. Cree, como ella, que no conoce a los españoles, sino que conoce a Arcadi, a Jordi, a Joan o a Santiago.
No duda en defender valores tribales, pues estoy seguro de que lo que más admira de las comunidades no occidentalizadas es que no se preocupen de hacer daño a nadie. Que vayan a su aire y vivan en su contexto, con su ropa, sus comidas y sus ritos. Además odia los tópicos que, tras las generalizaciones, dividen el mundo en diferentes "nosotros". Un nosotros, dos nosotros, tres nosotros... Y para cada "nosotros", el resto son "los otros". Por tanto, me reitero si explico que el etnocentrismo es para él el mayor de los defectos, o uno de los mayores.

Por eso me gustó tan poco escuchar cómo el otro día se reía de las "Chonis", llamándolas también "Juanis". Me siento muy ofendido cada vez que escucho esos términos, y eso que a veces me he pillado pronunciándolos, porque... ¿No es cierto que si hay que huir de las generalizaciones deberíamos intentar hacer lo propio con las chicas del extrarradio? ¿No es en definitiva la cultura de barrio -cada vez más heterogénea- un contexto en el que se dan una serie de comportamientos en comunidad? Con su ropa, sus comidas y sus ritos. Tal y como ocurre con las tribus. La crème de la crème - y ahora sí que ironizo y excluyo al profesor que mencionaba - ríe de sus grandes aros, sus pantalones rosas, su contorno de ojos o su forma de expresarse (en el ambiente universitario es frecuente ver cómo los defensores de lo cosmopolita desprecian la salsa que pone a la vida que haya gente de todo tipo). A mí, sencillamente, me parece otra cultura. Una cultura con la que convivo muy a gusto y que me hace sentir mucho más seguro que caminar entre yuppies y niños consentidos. Me hace sentir como en casa, porque estoy en casa.

 
La diferencia entre las discriminaciones verbales que reciben los inmigrantes y las que reciben las inofensivas chicas de barrio (con sus no menos denostados iguales masculinos) es que la inmigración cuenta con un merecido apoyo por parte de un gran número de asociaciones y partidos políticos. ¿Pero a las llamadas "Chonis" quién las defiende? Como mucho son degradadas día sí y día también en los medios, exageradas en personajes de ficción o representadas en monstruos televisivos que se han apropiado de la bandera de lo plebeyo. Olvidando, claro está, sus virtudes y sus valores: a menudo una gran generosidad y un desprendimiento al que son incapaces de llegar muchos pudientes.
Otro argumento para pisotear y mirar por encima del hombro a las personas desprotegidas y humildes es la presunta falta de cultura. A lo cual yo debo contestar Elogio de la locura en mano. ¿Hasta qué punto la ironía de Erasmo de Rotterdam no puede ser tomada en serio? De él quiero hacer mi San Agustín. A mí me apetece malinterpretar su obra cuando dice -con gran autocrítica- que la estulticia, la ignorancia, es lo que realmente da la felicidad. Que cuánto más se sabe más desdichado se es. Que la niñez es la mejor etapa de la vida y que los actos más primitivos son los más placenteros.

Por una parte, ¿quién estipula sobre qué hay que saber? ¿Saber de Wagner y de diseño está bien pero gustar del flamenco y el deporte está mal? ¿Está bien reconocer el mérito del repetitivo pop art pero mal disfrutar del humor más básico y menos elaborado? Por otra parte, ¿para qué sirve ser un adalid de la cultura? ¿Para utilizarla como la utiliza Fèlix Millet? Pero Millet viste muy elegante para ser ridiculizado... ¿Para que un artista como Juan Ripollés se embolse 300.000 euros por monumento fálico en el inoperativo Aeropuerto de Castellón? Un monumento que, eso sí, "está inspirado en Carlos Fabra". "El avión que sale de la cabeza es el esperma que simboliza el nacimiento de la obra", dijo Fabra, amigo personal del artista. O tal vez tener cultura sirve para que Rogelio Rengel, antes de estafar a Luís del Olmo y obviar las indemnizaciones que debe a sus trabajadores, llamase Asteya a su asesoría fiscal, lo cual significa "no robarás" en lengua sánscrita.
Sí, la cultura es muy importante, pero debería servir para no generalizar y llamar Juani a todo lo que no se parezca a la hermana de uno. Como bien dicen los menos estultos, se generaliza por miedo a lo diferente. También dicen que los prejuicios se curan viajando, pero aquí, en el mundo real, no recibimos la visita de muchos turistas. Tampoco disponemos de las enormes brigadas de limpieza que eliminan en el centro de Barcelona, en tiempo récord, los mensajes posteriores a una manifestación. Más que nada porque aquí nadie escucha ni lee nuestros mensajes. Porque "quien nace mujik, mujik se queda". Y a mucha honra.

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